Cuentan que fray Luis de León estuvo cinco años en la cárcel por haberse atrevido a traducir del latín al castellano el Cantar de los cantares. Él se defendió explicando que era una traducción para una monja que no sabía la lengua muerta, lengua viva en tiempos gloriosos de Roma. También cuentan que realmente eso, lo de acusarle por esa traducción, fue una excusa, porque lo que de verdad había eran líos entre órdenes religiosas y entre mandamases de la Universidad de Salamanca. Sea como fuere y decíamos ayer, el caso es que una traducción de un libro de la Biblia permitió y justificó un proceso inquisitorial que mantuvo al religioso un lustro a la sombra.
El control de la verdad revelada resulta fundamental para cualquier organización que se precie de serlo y, entre las organizaciones que se precian de serlo, la que más talento ha demostrado durante los últimos dos milenios es la Iglesia católica. Del Egipto de los faraones y del imperio chino escribiré otro día, ya si eso.
Fray Luis, políglota, aseguraba que algunas traducciones del hebreo al latín de la Vulgata no era del todo correctas. Dicho en román paladino, cual suele el pueblo fablar a su vecino, que incluso el latín canónico de aquella Biblia que iba a misa en aquel siglo XVI… tenía sus defectillos de traducción. Pero si le tocabas un pelo, podías acabar entre rejas.
Me he acordado de todo esto, del catedrático de teología y asceta de nuestro Siglo de Oro y su paso por la cárcel, por unos comentarios escuchados tras la muerte del Papa Francisco. En estos comentarios, variados, variaba la simpatía por el fallecido y se añadía al final, como una coletilla ineludible, una defensa de una fe personalizada. Creyentes en Jesús de Nazareth pero descreídos de la Iglesia, sus jerarquías y sus integrantes. Y descreídos también de la ortodoxia, de esa verdad revelada, tipo versión oficial Vulgata, sea cual sea ahora esa versión.
Como una especie de autoservicio, esta nueva fe que cada vez tiene más gente permitiría elegir a la carta, por partes y según, mezclando opciones, sentimientos, acomodos, rencillas y hasta conexiones directas con las alturas, saltándose intermediarios. Esa es la tendencia que impulsa, según he podido comprender, todos estos modelos individualizados de creencia, más o menos, insisto, según me parece por lo que he oído: gestión y cuentas directamente en ventanilla única con la divinidad.
A mí, ateo declarado, alegre descreído y desalentado ser respecto al sentido de la existencia, me fascina este modelo de creencia a la carta. Sin embargo, más allá de la fascinación, servidor, que cuenta con leve formación jesuítica, algo ha estudiado y leído. Y, claro, me pregunto: si al final son cada vez más los que, cada vez menos, hacen caso a la jerarquía y la ortodoxia, para qué tanto esfuerzo de San Pablo y San Agustín, para qué tanta cátedra y tanto hablar ex cathedra, tanto concilio y tanto dogma. Ahora parece que la gente habla con su Dios y se hace un llavero con el Credo.
Me planteo que este apañarse el catecismo oficial a las circunstancias de cada uno es un hábito más viejo que mear en las paredes. Posiblemente sea así desde hace siglos y la novedad, resumiendo, es que me acabo de dar cuenta de que el agua moja.
Más vale, porque, si no… envidiados ni envidiosos, ¿para qué llevan madrugando dos milenios los teólogos?